Por
Boaventura de Sousa Santos (*)
El
gran filósofo del siglo XVII Baruch Spinoza escribió que los dos sentimientos
básicos del ser humano (afectos, en su terminología) son el miedo y la
esperanza. Y sugirió que es necesario lograr un equilibrio entre ambos, ya que
el miedo sin esperanza conduce al abandono y la esperanza sin miedo puede
conducir a una autoconfianza destructiva. Esta idea puede extrapolarse a las
sociedades contemporáneas, especialmente en una época en la que, con el
ciberespacio, las comunicaciones digitales interpersonales instantáneas, la
masificación del entretenimiento industrial y la personalización masiva del
microtargeting comercial y político, los sentimientos colectivos son cada vez
más “parecidos” a los sentimientos individuales, aunque siempre sean
agregaciones selectivas. Es por ello que actualmente la identificación con lo
que se oye o se lee resulta tan inmediata (“eso es precisamente lo que pienso”,
aunque nunca antes se haya pensado sobre “eso”), al igual que la repulsión
(“tenía buenas razones para odiar eso”, a pesar de que nunca se haya odiado
“eso”). De este modo, los sentimientos colectivos se convierten fácilmente en
una memoria inventada, en el futuro del pasado de los individuos. Por supuesto,
esto solo es posible porque, a falta de una alternativa, la degradación de las
condiciones materiales de vida se vuelve vulnerable a una reconfortante
ratificación del statu quo.
Si
convertimos los sentimientos de esperanza y miedo en sentimientos colectivos,
podemos concluir que tal vez nunca haya habido una distribución tan desigual
del miedo y la esperanza a escala global. La gran mayoría de la población
mundial vive dominada por el miedo: al hambre, a la guerra, a la violencia, a
la enfermedad, al jefe, a la pérdida del empleo o a la improbabilidad de
encontrar trabajo, a la próxima sequía o a la próxima inundación. Este miedo
casi siempre se vive sin la esperanza de que se pueda hacer algo para que las
cosas mejoren. Por el contrario, una diminuta fracción de la población mundial
vive con una esperanza tan excesiva que parece totalmente carente de miedo. No
teme a los enemigos porque considera que estos han sido anulados o desarmados;
no teme la incertidumbre del futuro porque dispone de un seguro a todo riesgo;
no teme las inseguridades de su lugar de residencia porque en cualquier momento
puede trasladarse a otro país u otro continente (e incluso comienza a barajar
la posibilidad de ocupar otros planetas); no teme la violencia porque cuenta
con servicios de seguridad y vigilancia: alarmas sofisticadas, muros
electrificados, ejércitos privados.
La
división social global del miedo y la esperanza es tan desigual que fenómenos
impensables hace menos de treinta años hoy parecen características normales de
una nueva normalidad. Los trabajadores “aceptan” ser explotados cada vez más a
través del trabajo sin derechos; los jóvenes emprendedores “confunden” la
autonomía con la autoesclavitud; las poblaciones racializadas se enfrentan a
prejuicios racistas que a menudo provienen de aquellos que no se consideran
racistas; las mujeres y la población LGTBI siguen siendo víctimas de violencia
de género, a pesar de todas las victorias de los movimientos feministas y
antihomofóbicos; los no creyentes o creyentes de religiones “equivocadas” son
víctimas de los peores fundamentalismos. En el plano político, la democracia,
concebida como el gobierno de muchos en beneficio de muchos, tiende a
convertirse en el gobierno de pocos en beneficio de pocos, el estado de
excepción con pulsión fascista se va infiltrando en la normalidad democrática,
mientras que el sistema judicial, concebido como el Estado de derecho para
proteger a los débiles contra el poder arbitrario de los fuertes, se está
convirtiendo en la guerra jurídica de los poderosos contra los oprimidos y de
los fascistas contra los demócratas.
Es
urgente cambiar este estado de cosas o la vida se volverá absolutamente
insoportable para la gran mayoría de la humanidad. Cuando la única libertad que
le quede a esta mayoría sea la libertad de ser miserable, estaremos ante la
miseria de la libertad. Para salir de este infierno, que parece programado por
un plan voraz y poco inteligente, es necesario alterar la distribución desigual
del miedo y la esperanza. Es urgente que las grandes mayorías vuelvan a tener
algo de esperanza y, para ello, es necesario que las pequeñas minorías con
exceso de esperanza (porque no temen la resistencia de quienes solo tienen
miedo) tengan miedo de nuevo. Para que esto ocurra, se necesitarán muchas
rupturas y luchas en los terrenos social, político, cultural, epistemológico,
subjetivo e intersubjetivo. El siglo pasado comenzó con el optimismo de que
rupturas con el miedo y luchas por la esperanza estaban cerca y serían
eficaces. Este optimismo tuvo el nombre inicial e iniciático de socialismo o
comunismo. Otros nombres-satélite se unieron a ellos, como republicanismo,
secularismo, laicismo. A medida que el siglo avanzaba se unieron nuevos
nombres, como liberación del yugo colonial, autodeterminación, democracia,
derechos humanos, liberación y emancipación de las mujeres, entre otros.
Hoy,
en la primera mitad el siglo XXI, vivimos entre las ruinas de muchos de esos
nombres. Los dos primeros parecen reducirse, en el mejor de los casos, a los
libros de historia y, en el peor, al olvido. Los restantes subsisten
desfigurados o, como mínimo, se ven confrontados ante la perplejidad de
acumular tantas derrotas como victorias protagonizan. Por estas razones, las
rupturas y las luchas contra la distribución torpemente desigual del miedo y la
esperanza serán una tarea ingente, porque todos los instrumentos disponibles
para llevarlas a cabo son frágiles. Además, esta discrepancia constituye en sí
misma una manifestación del desequilibrio contemporáneo entre el miedo y la
esperanza. La lucha contra tal desequilibrio debe comenzar por los instrumentos
que reflejan este mismo desequilibrio. Solo a través de luchas eficaces contra
este desequilibrio será posible señalar la expansión de la esperanza y la
retracción del miedo entre las grandes mayorías.
Cuando
los cimientos se derrumban, se convierten en ruinas. Cuando todo parece estar
en ruinas, no hay más alternativa que buscar entre las ruinas, no solo el
recuerdo de lo que fue mejor, sino especialmente la desidentificación con lo
que al diseñar los cimientos contribuyó a la fragilidad del edificio. Este proceso
consiste en transformar las ruinas muertas en ruinas vivas. Y tendrá tantas
dimensiones cuantas sean exigidas por la predictora socioarqueología.
Comencemos hoy por los derechos humanos.
Los
derechos humanos tienen una doble genealogía. A lo largo de su vasta historia
desde el siglo XVI, fueron sucesivamente (a veces de manera simultánea) un
instrumento de legitimación de la opresión eurocéntrica, capitalista y
colonialista, y un instrumento de legitimación de las luchas contra esa
opresión. Pero siempre fueron más intensamente instrumento de opresión que de
lucha contra ella. Por eso contribuyeron a la situación de extrema desigualdad
de la división global del miedo y la esperanza en la que nos encontramos hoy. A
mediados del siglo pasado, tras la devastación de las dos guerras en Europa
(con impacto mundial debido al colonialismo), los derechos humanos tuvieron un
momento alto con la proclamación de la Declaración Universal de los Derechos
Humanos, que vino a sustentar ideológicamente el trabajo de la ONU. El 10 de
diciembre pasado se conmemoraron los 71 años de la Declaración. No es aquí el
lugar para analizar en detalle este documento, que en su origen no es universal
(de hecho, es cultural y políticamente muy eurocéntrico) pero que gradualmente
se fue estableciendo como una narrativa global de la dignidad humana.
Es
posible decir que entre 1948 y 1989 los derechos humanos fueron
predominantemente un instrumento de la guerra fría, lectura que durante mucho
tiempo fue minoritaria. El discurso hegemónico de los derechos humanos fue
usado por los gobiernos democráticos occidentales para exaltar la superioridad
del capitalismo en relación con el comunismo del bloque socialista de los
regímenes soviético y chino. Según tal discurso, las violaciones de los derechos
humanos solamente ocurrían en ese bloque y en todos los países simpatizantes o
bajo su influencia. Las violaciones que había en los países “amigos” de
Occidente, crecientemente bajo influencia de los Estados Unidos, eran ignoradas
o silenciadas. El fascismo portugués, por ejemplo, se benefició durante mucho
tiempo de esa “sociología de las ausencias”, tal como sucedió con Indonesia
durante el período en que invadió y ocupó Timor Oriental, o con Israel desde el
inicio de la ocupación colonial de Palestina hasta hoy. En general, el
colonialismo europeo fue por mucho tiempo el beneficiario principal de esa
sociología de las ausencias. Así se fue construyendo la superioridad moral del
capitalismo en relación con el socialismo, una construcción en la que colaboraron
activamente los partidos socialistas del mundo occidental.
Esta
construcción no estuvo libre de contradicciones. Durante este período, los
derechos humanos en los países capitalistas y bajo la influencia de los Estados
Unidos fueron muchas veces invocados por organizaciones y movimientos sociales
en la resistencia contra violaciones flagrantes de esos derechos. Las
intervenciones imperiales del Reino Unido y de los Estados Unidos en el Medio
Oriente, y de los Estados Unidos en América Latina, a lo largo de todo el siglo
XX, nunca fueron consideradas internacionalmente violaciones de derechos
humanos, aunque muchos activistas de derechos humanos sacrificasen su vida
defendiéndolos. Por otro lado, sobre todo en los países capitalistas del
Atlántico Norte, las luchas políticas llevaron a la ampliación progresiva del
catálogo de derechos humanos: los derechos sociales, económicos y culturales se
juntaron a los derechos civiles y políticos. Surgió entonces cierta disociación
entre los defensores de la prioridad de los derechos civiles y políticos sobre
los demás (corriente liberal), y los defensores de la prioridad de los derechos
económicos y sociales o de la indivisibilidad de los derechos humanos
(corriente socialista o socialdemócrata).
La
caída del Muro de Berlín en 1989 fue vista como la victoria incondicional de
los derechos humanos. Pero la verdad es que la política internacional posterior
reveló que, con la caída del bloque socialista, cayeron también los derechos
humanos. Desde ese momento, el tipo de capitalismo global que se impuso desde
la década de 1980 (el neoliberalismo y el capital financiero global) fue
promoviendo una narrativa cada vez más restringida de derechos humanos. Comenzó
por suscitar una lucha contra los derechos sociales y económicos. Y hoy, con la
prioridad total de la libertad económica sobre todas las otras libertades, y
con el ascenso de la extrema derecha, los propios derechos civiles y políticos,
y con ellos la propia democracia liberal, son puestos en cuestión como obstáculos
al crecimiento capitalista. Todo esto confirma la relación entre la concepción
hegemónica de los derechos humanos y la guerra fría.
Ante
este escenario, se imponen dos conclusiones paradójicas e inquietantes, y un
desafío exigente. La aparente victoria histórica de los derechos humanos está
derivando en una degradación sin precedentes de las expectativas de vida digna
de la mayoría de la población mundial. Los derechos humanos dejaron de ser una
condicionalidad en las relaciones internacionales. Cuando mucho, en vez de
sujetos de derechos humanos, los individuos y los pueblos se ven reducidos a la
condición de objetos de discursos de derechos humanos. A su vez, el desafío
puede formularse así: ¿será todavía posible transformar los derechos humanos en
una ruina viva, en un instrumento para transformar la desesperación en
esperanza? Estoy convencido de que sí. (Publicado en Página 12 el 22/01/2020)
(*)
Boaventura de Sousa Santos es doctor en Sociología del Derecho, profesor de la
Universidad de Coimbra (Portugal) y de Wisconsin-Madison (EE.UU.). Traducción de
Antoni Aguiló y José Luis Exeni Rodríguez.

